¿Qué es la rectificación subjetiva?
Por Luciano Lutereau
Es algo evidente en la práctica del psicoanálisis que el analista cura menos por lo que es que por “lo que dice y hace”.1 En efecto, para hablar de la carencia de ser del analista, Lacan recurrió a la expresión “destitución subjetiva”; es decir, el análisis es una práctica impar, para un solo sujeto –el analizante–, mientras que al analista le cabe el lugar de significante (como sostén de la asociación libre, que lo requiere como descifrador) o de objeto (en la transferencia).
Asimismo, es un hábito de la teoría afirmar que el analista hace semblante de objeto; sin embargo, nunca queda del todo claro el alcance de esta afirmación –o de otras semejantes (como “el analista responde a la causa del deseo”, etc.)–. En una primera acepción, esta indicación apunta a destacar que el analista no realiza su propia satisfacción en el dispositivo, es decir, el analista no continúa su análisis a expensas de sus analizantes, ni goza siquiera de la posición de analista. De ahí que Lacan haya podido llegar a equiparar esta posición con la del santo.
Por otro lado, en una segunda acepción, esta última indicación permite entrever que la posición de objeto del analista no es tampoco la del perverso. Al prestar atención a la escritura del discurso del analista, podría pensarse que la parte superior de esta fórmula (a à $) coincide con la referencia a la división subjetiva que al perverso incumbe respecto de su partenaire al encarnar un supuesto goce del Otro –a cuyo servicio está dedicado–. Sin embargo, el analista no hace consistir esta formación de goce.
Ahora bien, una segunda deriva en la comprensión de la destitución del analista como sujeto se encuentra en el esclarecimiento de aquello que se acostumbra llamar “rectificación subjetiva”. Esta última expresión suele entenderse hoy en día en términos de concernir al analizante respecto de su padecimiento, al punto de apuntar a que se “haga cargo” de su síntoma, esto es, que suscriba de modo responsable la parte que le corresponde en aquello de que se queja. Sin embargo, estas versiones de la rectificación subjetiva no suelen ir más allá de un mero efecto de culpabilización o una suerte de masoquismo o reaseguro narcisista –y es sabido que no hay nadie más resistente al análisis que quien crea tener la culpa de todo (como eventualmente lo demuestra el obsesivo)–.
De acuerdo con una indicación de Gabriel Lombardi,2 mucho más interesante es notar el desafío que impone pensar que la única rectificación que concierne al dispositivo es la del Otro y, en particular, la del analista. Para dar cuenta de este aspecto, nos detendremos en una breve secuencia del caso Dora.
En el momento de consulta, la joven paciente de Freud se quejaba de su padre respecto de dos cuestiones: por un lado, le reprochaba que sólo veía la parte de la realidad que más le convenía (así, por ejemplo, si alguien le hubiese comentado que un hombre mayor entregaba a su hija a otro hombre a cambio de no ser molestado con su amante, seguramente se hubiese alertado… pero en absoluto estaba dispuesto a alcanzar este razonamiento); por otro lado, el padre también usaba sus enfermedades para obtener un beneficio (y, de algún modo, hacerse cuidar por la señora K., de quien decía que era una compañera en la desdicha y, por lo tanto, nada de esa relación merecía mayor atención ni sospecha). En este punto, Freud comentaba esta forma de presentación del padecimiento en los siguientes términos:
“Toda vez que en el tratamiento psicoanalítico emerge una serie de pensamientos correctamente fundados e inobjetables, ello significa un momento de confusión para el médico, que el enfermo aprovecha para preguntar: ‘Todo es verdadero y corrector, ¿no es cierto? ¿Qué podría usted modificar, pues es tal como se lo he contado?’.”3
Por un lado, antes de continuar con el desarrollo de la rectificación del sujeto, importa subrayar dos cuestiones: en primer lugar, que Freud le otorga al discurso de Dora el estatuto de “inobjetable”, es decir, que frente a una tradición –médica– que hacía de la histérica un personaje “simulador” o “histriónico”, Freud restituye el lugar de la verdad en la palabra. En segundo lugar, Freud tampoco actúa como hoy podríamos decir que actuaría un psicoterapeuta, o sea, haciendo consistir la versión del Otro en juego (“Sí, señorita, su padre es una bestia, un abusador o, mejor dicho, un perverso”; por esta vía, no se avanzaría más allá de la confirmación fantasmática, dado que el partenaire de la histérica siempre es un seductor u otra forma de referencia más o menos perversa). Ni una cosa ni la otra, ni psiquiatra ni psicoterapeuta, Freud responde como analista y afirma lo siguiente:
“Pronto se advierte que tales pensamientos inatacables para el análisis han sido usados por el enfermo para encubrir otros que se quiere sustraer de la crítica y de la conciencia. Una serie de reproches dirigidos a otras personas hacen sospechar la existencia de una serie de autorreproches de idéntico contenido. Sólo hace falta redargüir cada reproche volviéndolo contra la propia persona que lo dijo.”4
Por otro lado, en esta indicación se advierte lo que a primera vista podría parecer un precepto técnico: “Detrás de todo reproche hay un autorreproche”. Sin embargo, si éste fuera el caso bien podría pensarse que se trata de un prejuicio infundado de Freud, o bien de un fragmento de teoría metapsicológica sin asidero clínico… a menos que se tome la referencia como una descripción de la experiencia, es decir, Freud advierte que cuando Dora se queja de su padre a ella misma le cabrían los mismos reproches, lo que es una forma de exponer el desconocimiento que fundamenta al yo. En este sentido es que puede entenderse también la referencia de Freud a la paranoia y a la proyección,5 esto es, en la medida en el que yo es paranoico por definición y siempre está dispuesto a encontrar en el otro su propia condición (o, como dice un dicho popular, “ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio).
De acuerdo con esta doble observación, es preciso destacar, entonces, otras dos cuestiones: por un lado, jamás Freud le pregunta a Dora “¿Qué parte tienes tu que ver en aquello de lo que te quejas” –según reza una suerte de slogan lacaniano para transmitir la rectificación subjetiva–, del mismo modo que nunca, por otro lado, le dice que detrás de sus reproches se encuentran autorreproches de idéntico contenido; sino que esta indicación resume la táctica de su intervención y así, por ejemplo, el día en que Dora llega a la consulta quejándose de un dolor de estómago, Freud no duda en preguntarle lo siguiente:
“‘¿A quién copia usted en eso?’. El día anterior había visitado a sus primas, las hijas de la tía fallecida. La más joven había formalizado noviazgo, y con esa ocasión la mayor contrajo unos dolores de estómago y debió ser llevada a Semmering.”6
De este modo, la rectificación de Freud consta de dos momentos: por un lado, respecto de su propia posición; y, en función de la queja, antes que rechazarla, darle estatuto de verdad y orientarla hacia el propio uso de las enfermedades que Dora hacía. Por esta vía, Freud llegaría a localizar –a través de la asociación (que tiene como paso intermedio el modo en que la señora K. se “enfermaba” en presencia de su marido)– la causa psíquica del síntoma de la tos: la ausencia del señor K.
En definitiva, la rectificación subjetiva, antes que una intervención singular, implica un movimiento propio del cumplimiento de la regla fundamental: la sintomatización de queja. He aquí, entonces, el tema la próxima entrega de esta columna: el síntoma.
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1. Lacan, J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
2. Lombardi, G., “Rectificación y destitución del sujeto” en Aun. Publicación de Psicoanálisis, No. 1, Buenos Aires, 2009.
3. Freud, S., “Fragmento de análisis de un caso de histeria” en Obras completas, Vol. VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1988, p. 32.
4. Ibid.
5. Cf. Ibid.
6. Ibid.

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